sábado, 7 de agosto de 2010

Los católicos veneran a la virgen en el mar

Por Arianna Balastro
Desde Italia

El pasado sábado, los ciudadanos de Santa Teresa di Riva (un pueblo al sur de Italia) realizaron una procesión en homenaje a la virgen de Porto Salvo.
La Madonna (virgen) de Porto Salvo es la protectora de marineros y pescadores, es por esto que una de las procesiones en su honor se hace en el mar.
Los habitantes de Santa Teresa, un pueblo de aproximadamente 9000 personas ubicado en las costas de Sicilia, realizan esta ceremonia el último sábado de julio de cada año.
Cuando la misa terminó a las 19h00, la estatua de la virgen salió de la iglesia de Porto Salvo. Un grupo de cerca de diez hombres la cargaban. Llevaba un manto celeste, una ostentosa corona dorada y en sus brazos estaba el niño Jesús, también coronado.
La madonna bajó a la playa, acompañada de sus devotos seguidores, por la vía a Porto Salva. Unos 30 botes con remos y a motor esperaban a la virgen en el Mar Mediterráneo. Vicenzo Famulari tiene 35 años y luce un bronceado veraniego dorado.
Él es dueño de un pequeño bote que usa para asistir a la procesión todos los años. "Es una de las pocas procesiones que se hacen en el mar, hay unos cuantos pueblos más en la zona que las hacen, pero no es común", explica Vincenzo.
A las 19h00 el sol seguía brillando con fuerza. Debido a la geografía de Italia, el anochecer llega a las 21h00 durante el verano. La madonna zarpó a las 19h30 en un mar calmo y cálido.
Los botes se acercaron hasta el barrio Pozzo Lazzaro y luego al barrio Barraca.
En total recorrió una distancia de cuatro kilómetros. El barco que llevaba a la virgen estaba decorado con arreglos de rosas y en él iban funcionarios del municipio y religiosos.
También hubo muchos que siguieron a la madonna caminando por la playa, porque las barcas iban siempre muy cercanas a la orilla.
"La procesión es preciosa, pero si quieres hacerla en el mar necesitas de una barca. No todos la tenemos y por eso yo la veo desde la playa", argumenta Donatella Dragone, una abogada que acostumbra vacacionar en Santa Teresa.
Los fieles se persignaban, le mandaban besos a la madonna y rezaban. Una mujer con un micrófono circulaba en un barco de la iglesia rezando el rosario y cantando. El calor del verano subió hasta los 32 grados, el viento era inexistente y quienes remaban comenzaron a sudar.
La falta de viento dejaba un mar sin olas en el que los barcos navegaban con facilidad y la virgen se movía suavemente encima de su nave.
La banda del pueblo estaba en un barco aparte y acompañó con música festiva a la procesión.
El recorrido culminó al borde del anochecer, la madonna tenía el rostro iluminado por una lámpara y era lo único que se veía en la casi completa oscuridad.
La virgen de Porto Salvo es parte de la tradición de Santa Teresa. El padre Roberto Romeo, párroco de la comunidad y responsable de la organización del evento, dice que la leyenda empezó cuando se encontró un cuadro de la madonna en una playa de la región de Calabria.
“Después de eso, los marineros católicos pregan a la virgen para que los lleve a salvo a tierra firme", cuenta el padre Roberto. Esa noche, al finalizar el festejo, los santateresinos fueron a descansar a sus casas. Al día siguiente debían acompañar a la virgen en la procesión por tierra de cinco horas que se realiza en las calles del pueblo.

miércoles, 4 de agosto de 2010

“A tres kilómetros de la Franja de Gaza”

Por Roberto Pérez R.

Soy Martín Valdez. Hace un año opté por hacer una pausa en mis estudios de psicología e ir a Israel para vivir en un Kibutz. Cerca de 120.500 personas viven en 269 kibutz a lo largo de todo el país. Me decidí porque no había viajado nunca antes.

Cuando llegué, me enteré que iría al Kibutz “Ein-Hashlosha”, ubicado a tres kilómetros de la Franja de Gaza, el mismo en el que el martes 15 de enero de 2008 un ecuatoriano murió alcanzado por una bala de un francotirador palestino.

La idea surgió a través de un amigo, que había ido a un kibutz previamente y me sugirió que viviera esta experiencia. Me dio el contacto de Rubén Freire, un argentino que trabajaba con aerolíneas que sirvió como intermediario, me facilitó la obtención de los pasajes y la organización del viaje.

Cualquier persona entre los 18 y 35 años puede ir simplemente mandando un mail. El contacto se lo encuentra en la página de la Embajada de Israel en Quito. El nivel sociocultural no es importante, simplemente importan las ganas de ayudar. El único problema que habría es que cada uno se tiene que costear los pasajes.

Llegué el 5 de agosto del 2009. Era un día muy caluroso, esta es la época del año en que más calor hace en Israel, no había ni una nube en el cielo. Cuando llegué al Kibutz, la primera persona a la que vi fue al que sería mi jefe, le pregunté en inglés si estaba en el lugar correcto y me sorprendió que me respondiera y me invitara a seguir en un español fluido. Ingresé y vi en el centro un área comunal que constaba de comedor, biblioteca, auditorio, oficinas y escuelas para los niños. Estas son estructuras antibombas. Alrededor estaban los jardines y casas de los voluntarios con bunkers subterráneos a los costados.

El Kibutz es una estructura social a pequeña escala que se basa en un modelo socialista. Las personas trabajan en diversas actividades, ganan lo mismo y el esfuerzo físico es similar. Hay gente que trabaja con las vacas, otros en la cocina, con los niños, etc. A mí me asignaron el puesto de jardinero, los voluntarios vamos a llenar los espacios en los que necesitan trabajadores. Ellos asignan ropa para el trabajo, botas, instrumentos, entre otras. Cuando la gente tiene ropa vieja deja en la casa de los voluntarios para que la usen como ropa de trabajo.

Las jornadas de trabajo eran de domingo a jueves de 7:00 a 12:00 y de 13:00 a 16:00. El viernes trabajábamos media jornada y el sábado era nuestro día de descanso. De domingo a viernes había un almuerzo en el comedor central que iniciaba a las 12:30 y termina a las 13:00, donde todos los miembros de la comuna nos sentábamos a compartir los alimentos. Los viernes había dos comidas. El almuerzo y la cena de festejo del shabat, que era el día de descanso, donde se prendía una vela y se celebraba. El sábado, que era el día de inactividad, los cocineros también descansaban y no se almorzaba en el comedor, pero teníamos nuestra propia comida, en cada casa, que compartíamos en desayunos, cenas y almuerzos de los sábados.

Por la cercanía con Gaza, los problemas son frecuentes. La gente lanza desde la Franja misiles caseros llamados Qassam, estos son artesanales hechos de tuberías llenadas con pólvora y tornillos. La explosión no es grande, pero sí es una amenaza. Son usados como armas de miedo porque la explosión es estruendosa y produce temor.

Cuando hay riesgo de que un misil detone cerca de la comunidad, suena una alarma que es una voz de mujer que repite durante cerca de un minuto “Tseba-adom”, esta es una expresión en hebreo que en español significa “Color Rojo”.

Permanecí en el Kibutz durante nueve meses. En ese tiempo hubo ocho Tseba-adoms. El primero que experimenté fue a mediados de septiembre, un sábado en la mañana. Cerca de las 11:00 estaba descansando después de una noche de fiesta. Vestía poca ropa porque era verano. Escuché la voz de una mujer que repetía “Tseba-adom”, cuando suena esta alarma uno tiene 15 segundos para refugiarse en los bunkers, en algún lugar cercano, o por último lanzarse al piso. Lo único que hice fue reaccionar rápido y correr de mi cuarto hasta el refugio.

Afortunadamente llegué sin problemas, esta vez no pasó de un susto porque fue una falsa alarma y no existió la explosión y la amenaza pasó rápidamente. Dos o tres minutos después todos retomamos nuestras actividades.

La primera vez que escuché una explosión tras un Tseba-adom fue a finales de noviembre en horas de la tarde. Estaba con un compañero podando unos arbustos cuando sonó la alarma. Ya teníamos la experiencia de amenazas previas, nos tranquilizamos porque creíamos que no pasaría nada y decidimos seguir trabajando, y esta fue la primera vez que escuché el boom que es un sonido sumamente fuerte. Aunque ya había escuchado mayores explosiones sin que sonara la alarma.

Nunca perdí la comunicación con mi familia. En la casa teníamos un teléfono donde podíamos únicamente recibir llamadas. Mis padres me llamaban generalmente los sábados por la noche. Además teníamos una computadora por medio de la cual me comunicaba a través de mails con mis amigos y familia.

La vez que más miedo tuve fue un día muy intenso para todos. Esto pasó en marzo, un viernes, cerca de las 16:00, donde hubo un enfrentamiento entre el ejército Israelí y los terroristas palestinos en la franja.

En este combate murieron dos soldados israelíes y el ejército reaccionó inmediatamente. Comenzaron a sobrevolar la zona a muy baja altura helicópteros y jets. Lo que hacen los jets cuando van a atacar es sobrevolar muy cerca de la tierra para que el estruendo del ultrasonido reviente los vidrios en Gaza. Ese sonido es realmente fuerte, lo escuché solo una vez, pero me estremeció y es algo que no me gustaría volver a vivir porque el pánico se apoderó del Kibutz.

En ese momento estaba en la casa de una amiga, con la que corrimos y nos resguardamos en el Bunker. Esto fue tan cerca del Kibutz que pudimos ver como los helicópteros bombardeaban la franja, mucha gente se atemorizó muchísimo, porque fue algo fuera de lo normal. Los helicópteros estuvieron sobrevolando la zona por cerca de 12 horas. Lo más terrorífico es que no sabíamos lo que estaba pasando, si se había desatado una guerra, o si era un ataque aislado.

Pero aparte de las amenazas y la cercanía con una guerra que parece que no tendrá un final cercano, esta es una experiencia que me marcó por completo, me hizo madurar, aprendí a ser independiente, tener mi trabajo, administrar mi comida y ahorrar. Durante los nueve meses tuve una vida sumamente simple, que me hizo aprender a apreciar las pequeñas cosas que puedo ver y disfrutar diariamente. Ahora soy más agradecido de lo que tengo. Además conocí gente de todo el mundo, aprendí de culturas que son muy lejanas, fue una experiencia que marcó por completo mi vida.

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ISRAEL Y PALESTINA

Después de la división entre árabes y judíos. Palestina se quedó con La Franja de Gaza, que en 1948 fue ocupada militarmente por Egipto. Posteriormente tras la Guerra de los Seis Días, la Franja fue ocupada por Israel, de 1967 a 1996, cuando se firmó el Tratado de Oslo que concedía el 80% de la franja a Palestina.
A partir del 2000, el ejército Israelí ha incursionado en numerosas oportunidades en Gaza y colocaron puestos de control fronterizos que mantienen bloqueada a Gaza. Desde entonces se lanzan misiles desde la Franja a Israel, e Israel responde militarmente.

Alex, su discapacidad no le impide soñar.

Por: María Carmen Cordoba

Eran las 19:30 del 14 de octubre de 1982. Yolanda Reina se encontraba en Salinas, a media hora de Guayaquil, porque su esposo era militar y trabajaba en el cuartel de esa ciudad. Los dolores eran muy fuertes y ella estaba preocupada, sabía que su embarazo era riesgoso. Estaba esperando su segundo hijo y tenía seis meses de gestación.

Faltaban solamente cuatro minutos para llegar al hospital pero el bebé nació prematuro. La falta de oxígeno ocasionó que su hijo nazca con una discapacidad. Cuando el bebé cumplió nueve meses de edad los médicos le dijeron que tenía parálisis cerebral.

Alex Enríquez ahora tiene 27 años. Su piel es trigueña, su cabello y ojos son negros, no puede mover sus piernas. Se moviliza en una silla de ruedas que tiene un asiento negro. Es dueño de uno de los dos kioscos de la calle Colimes, ubicada en los alrededores de la Universidad de las Américas (UDLA), en el norte de Quito.

Su casa se encuentra en la misma calle, en los Condominios el Inca. En su cuarto, las paredes están pintadas de verde. La luz se cuela por dos ventanas pequeñas que no tienen cortinas. En el espaldar de la cama hay tubos blancos. En un pequeño velador café está la televisión. A Alex le gusta mirar los programas deportivos. Es hincha del Barcelona y dice que sufre cuando su equipo pierde.

Desde hace dos años conoció a Felipe Arroyo, para Alex él es su “ñaño”. Felipe estudia marketing y lo ayuda todos los días. En las noches lo lleva a su casa después de cerrar la caseta, lo acuesta y lo deja listo para dormir. En las mañanas lo levanta, lo asea y lo lleva a sus terapias.
“Hago esto porque durante dos años lo he llegado a conocer muy bien y ahora lo considero mi hermano” explica Felipe.

A diario, a las 07:30, Felipe llega a la casa de Alex. Con el rostro adormecido y un cabello desordenado el joven abre los ojos, le cuesta levantarse y exclama “¡Tengo sueñooo¡”.
Felipe lo asea, lo viste, saca la ropa de una cómoda y escoge un pantalón negro con una camisa blanca, le pone los zapatos. Alex está listo.

A las 08:00 acuden a la Fundación Hermano Miguel ubicada en la calle Colimes, a una cuadra de la UDLA para que Alex realice sus terapias.

En la Fundación hay máquinas grandes de metal blanco, pequeñas camas elásticas, colchonetas en el piso, pelotas verdes, amarillas y rojas. Allí van las personas que tienen problemas para mover sus piernas, sus brazos… Cuando estiran los músculos gritan de dolor. Los ayudan personas que visten uniforme azul.

Ariel Carrasco, estudiante de fisioterapia, define a la discapacidad física de Alex como una parálisis cerebral de nacimiento que no le permite desarrollar su movilidad en las piernas totalmente. Asegura que lo que se quiere lograr con las terapias es el fortalecimiento muscular para lograr que llegue a caminar.

La terapia de Alex consiste en aplicar de 10 a 15 minutos compresas calientes en cada pierna que contienen en su interior químicos para retener el calor local. Posteriormente se aplica un ultrasonido que por medio de cristales de cuarzo emite electricidad y finalmente se hacen ejercicios para áreas localizadas.

Uno de los ejercicios consiste en acostarse boca arriba, mientras Ariel sostiene sus piernas, Alex tiene que impulsar todo su cuerpo hacia arriba como si haría abdominales.

Las gotas de sudor caen una a una de su rostro que ya está rojo por el esfuerzo. Alex asegura que está cansado pero sigue con las terapias y no se rinde.

Ariel, quien desde hace un mes trabaja con Alex, explica que sus avances han sido notorios, ha ganado un poco de elasticidad, ha fortalecido sus brazos y ha logrado reducir el dolor.

Según las estadísticas del Consejo Nacional de Discapacitados (CONADIS) en el Ecuador hay 1.608.334 personas con discapacidad, de las cuales el 65 por ciento nacen con esta imposibilidad. En Pichincha hay 16 093 personas con discapacidad física.

Luego de dos horas de rehabilitación Alex va a su kiosco. A las 11:00 abre el local. La Fundación está a dos cuadras de su lugar de trabajo. En el camino hay baches y en las aceras hay pedazos de piedras. Felipe tiene que empujar la silla por la mitad de la calle.

Su hermano Steven Enríquez recuerda que hace cinco años Alex salió a trabajar con un pequeño cajón de madera para vender golosinas. Afirma estar orgulloso de él ya que gracias a su esfuerzo logró construir su caseta.

Alex tiene el kiosco desde hace tres años, está pintado de celeste y tiene 1,47 metros cuadrados, lo suficientemente espacioso para que su silla entre, allí vende papas fritas, chupetes, gomitas, galletas, colas, aguas, jugos, revistas, esferos, tabacos y chicles. Tiene un cartel en la parte superior que es una publicidad de un centro de copiado ubicado en los condominios donde él vive.

Afirma que sus mejores clientes son los estudiantes de la UDLA, y que le afecta mucho cuando están de vacaciones. Comenta que julio y agosto son meses de temporada baja, gana alrededor de 10 dólares diarios, mientras que en la temporada alta, es decir, de septiembre a junio saca 30 dólares al día.

Estefanía Almeida, estudiante de la universidad y clienta, conoce a Alex desde hace un mes, pero señala que ella siempre va a comprar a su kiosco ya que aparte de ser un muy buen vendedor es un excelente amigo.

Alex siempre saluda a sus clientes, los recibe con una sonrisa y muchas veces conversa con ellos. Sabe manejar las cuentas y los productos, al momento de dar los vueltos no se complica, las monedas las tiene sobre el mostrador.

Antonio Castro, uno de sus proveedores, indica que Alex es muy cumplido y responsable con el dinero. “Su actitud es muy cordial al momento de comprar producto”.

Con la ganancia Alex paga sus terapias, compra tarjetas para hablar por su celular y de vez en cuando va al estadio para apoyar a su equipo. Su “ñaño” le ayuda a controlar los gastos.

Alex termina su día a las 22:00. Bosteza constantemente, sus ojos están rojos. A esa hora pide a Felipe que le ayude a cerrar el negocio para poder descansar. Cuando regresan conversan sobre su sueño, que Alex pueda viajar a Cuba para poder caminar.

Kiara, la perra que persigue taxis

Por Diego Puente

Los vecinos del Plan Conjunto Chillogallo, ubicado al sur de Quito, bautizaron a una perra callejera con tres nombres: Kiara, Comellantas o Titina. El animal huele, lame y mueve la cola cuando cualquier persona se le acerca.

En el parque del conjunto, Titina camina por medio de tres columpios de asientos de madera, una resbaladera de tubos lila, y una escalera china anaranjada. La perra corre tras los niños que juegan a las cogidas y recibe comida de los vecinos.

A las cinco de la mañana de un miércoles de julio, Titina sale del condominio por la puerta negra del parqueadero y se ubica en la parada de bus. Ahí, observa con sus ojos grandes y negros a once perros errantes que pasan cerca de ella. Aproximadamente, hay 245 000 caninos callejeros que deambulan por el Distrito Metropolitano cada día.

Las personas del Plan Conjunto ayudan en lo posible a esta perra. Rosario Gallardo de repente, cuando puede, le da un pan de su despensa de víveres ubicada en los condominios. Veinte pasos a la derecha de su negocio está Alicia Bravo quien le ofrece un plato de comida cada tarde. El menú del día fue sopa de pollo.

Bravo comenta que, alguna vez, Titina tuvo un dueño hasta que quedó preñada y la abandonó. Según, la fundación Protección Animal Ecuador (PAE) esto es común para las hembras de raza mestiza. Por el contrario, los cachorros de las perras finas son apreciados porque se les puede vender, afirma la Fundación.

Otras personas que salen desde las cinco y media con sacos de lana y bufandas en medio del viento, rascan suavemente la cabeza de Kiara que acecha a los carros que circulan despacio frente a ella.

“¡Cuidado, te van a matar!”, grita una mujer antes de subirse al bus de la compañía San Francisco que cubre la ruta Chillogallo-Hospital Militar. Comellantas no hace caso y se abalanza contra un taxi de placas PZO-859.

Tensa los músculos, frunce el ceño, inclina su cuerpo para adelante en actitud de ataque, eleva un poco su cabeza. Baja sus orejas y sale en carrera persiguiendo a otro taxi que pasa solitario por la avenida Mariscal Sucre. Lo persigue hasta el siguiente poste de luz y regresa.

En siete minutos pasan 172 carros de todo tipo por la transitada avenida. Además, ocho motos y un par de ciclistas vestidos con gruesos calentadores. Kiara descansa. Toma un poco de aire y ladra a cuatro carros, tres de ellos, taxis.

La perra no deja que otro animal se le aproxime. Ladra a un perro más grande que se acerca a la parada de bus. Las personas que esperan el transporte se alejan por precaución.

El miedo de las personas no es infundado, dice el veterinario Santiago Prado de PAE. Explica que hay enfermedades como el parvovirus, la dermatitis y la traqueobronquitis que atacan fácilmente a un perro. Destaca la existencia de otras afecciones que pueden portar los animales como la rabia y la parasitosis que son transmisibles a los humanos.

El especialista asegura que la vida de un perro callejero es muy peligrosa porque la comida que ingiere puede tener veneno.

Pero el envenenamiento, prohibido por la ley y los derechos de los animales, no es la principal causa de muerte para los canes, sino los arrollamientos. En un día común, sólo en la avenida Simón Bolívar hay nueve cadáveres de perros.

Sobre este tema, Prado comenta que un perro que nació en la calle tiene más posibilidades de sobrevivir que uno que escapó o que fue abandonado.

El veterinario manifiesta que los perros sienten el mismo dolor que los humanos en el caso de sufrir una fractura. “Exactamente igual pero no pueden decirlo”, explica.

Por eso, no puede comprender cómo los “humanos que nos llamamos racionales podamos hacer esto”, refiriéndose a unas fotografías que archivó PAE sobre torturas a animales en Ecuador.
Titina no presenta señales de haber sido torturada en el pasado, pero sí tuvo una fractura en su pata izquierda que fue sanada por Ximena Puente, psicóloga industrial e hija de Alicia Bravo. Comellantas no pudo perseguir a taxis por un mes.

Desde que apareció Kiara hace seis meses en las afueras del Plan Conjunto, nadie se ha responsabilizado por vacunarla o por esterilizarla. Esto representa un estado de semiabandono, asevera Prado. El funcionario de PAE cree que la esterilización es necesaria para controlar la población de perros callejeros.

A Titina cada día le crece su panza, y los pezones se le están hinchando. Laura Beatriz Troya dice que tendrán que ver dónde la hacen parir.

Doña Laurita, como le conocen en los condominios, tiene 85 años de los cuales 10 ha estado viviendo con su hija y dos nietos en el bloque 9. En los últimos seis meses ha estado pendiente de Titina para que duerma en las afueras de su puerta o la cuidaba para que no la preñen.
No puede adoptar a la perra porque tiene a Dinky, un perro negro que ladra a cualquier extraño que se acerque a hablar con su dueña.

La abuelita está preparándose para recibir el parto de Titina porque para ella es “una perrita medio especial. Bien halagadora”. Baja su cara blanca y arrugada cuando recuerda que el departamento en el que habitan actualmente está a la venta y pronto se irán de ahí para mudarse a una casa. “Mi hija le está buscando dónde vivir”, dice sonriente.

Al medio día, Comellantas está sobre el adoquín, acostada, tratando de cubrirse del sol. La gente busca refrescarse y la perra está agitada. Otro perro pasa por su lado, pero ella no lo ladra. El can, de hocico café, sigue su camino y se mete en el mercado Las Cuadras.

Según la ordenanza municipal 0128, los perros no pueden ingresar a un mercado o a cualquier lugar donde se trabaje con alimentos para el hombre. Esta disposición también “prohíbe alimentar en las calles o en lugares de uso público o áreas comunales” a los perros vagabundos.
Alonso Moreno, presidente de la Comisión de Ambiente del Concejo de Quito, aclara que hay ciertos artículos que deben ser modificados, por eso la ordenanza está siendo estudiada.

Moreno explica que están trabajando en un registro de mascotas para tener cifras reales de la población de animales domésticos en la capital. Este beneficio lo tendrán los perros con amo; mientras que, para los vagabundos pretenden crear un programa de adopción o padrinazgo.

El programa estará aprobado en diciembre, dijo el Concejal, y permitirá que personas que no tienen tiempo o espacio para tener a animales puedan colaborar para mantener a uno que haya sido rescatado de la calle.

“Hay canes que no podrán ser ayudados, los que presenten zoonosis (enfermedades transmisibles al ser humano) serán sacrificados”, enfatiza el edil.

Las manadas ferales son otro grupo condenado a la desaparición. Son perros o gatos que han regresado a su estado primitivo y viajan a zonas donde pueden agruparse para cazar.

El veterinario de PAE asegura que son muy peligrosos para el ser humano y la fauna endémica de cualquier región, pero afirmó que sí se les puede re domesticar aunque implica mucho tiempo y dinero.

El concejal Moreno coincide con esa apreciación y manifiesta que se está eliminando progresivamente a las manadas reduciendo su hábitat en los botaderos de basura y en los parques de la capital.

A las siete de la noche Kiara está cansada de perseguir carros, se acuesta mientras la gente se enfila para subir al integrado. El sol ha maltratado su pelo que está seco pero su nariz negra sigue húmeda.

Titina se sienta con las patas traseras sobre la vereda y las delanteras las apoya sobre el asfalto. Mira al frente mientras rasca con sus uñas de color negro un chicle que se le pegó en el transcurso del día.

Anochece y Kiara corre moviendo la cola. Ingresa al condominio por la puerta de color negro que tiene dibujada un gallo con pintura amarilla. Busca el bloque nueve y se acomoda en la puerta de hierro del departamento de Doña Laurita.

“ESTA ES UNA RESISTENCIA, NO UNA MATANZA”

Por Aurelia Romero y Cordero

Los presencia de grupos Skinhead en el Ecuador está creciendo. Los medios han tratado el tema como observadores externos pero, ¿qué es lo que piensan ellos?

“Era un niño. Tenía 16 años y la cara partida, llena de sangre, caído. En ese momento supe que tenía que tomar una decisión: sentirme culpable, o ver en ese rostro el de la justicia. Escogí lo segundo y aquí estoy”.

Miguel sonríe, pero su mirada se mantiene perdida. Es martes, el penúltimo del mes de julio, y el sol de media tarde hace que sus ojos cafés se vuelvan de color miel. Sentado en las gradas de cemento, por fuera de las mallas, lo rodean veredas de adoquines rojos, amarillos y grises. Tras ellas, hay pinos gigantes, de troncos gruesos. Miden entre 25 y 30 metros cada uno. Junto a ellos, hay árboles sembrados hace pocos meses, formando el conocido Parque Inglés, en el sector de San Carlos al norte de la ciudad.

Miguel tiene 23 años y su nombre es el mismo del arcángel vengador de la Biblia. Se aclara la garganta. Recuerda cómo ingresó al grupo Espíritu del 69, una de las legiones Skinheads de Quito. Los Skinheads son tribus urbanas que buscan un cambio dentro de la sociedad. Sus seguidores afirman que los gays y prostitutas, por ejemplo, son plagas sociales.

Miguel continúa hablando. Su voz es gruesa. Hace cuatro años estuvo en esa calle de la que habla, pero los recuerdos de esa noche, según dice, viven en él tan claramente como si los hubiese vivido hace un par de horas.

Esa noche, la luz de su celular le mostró en números grandes que eran las 10 pm. Aún había que esperar un poco más. Explica que este era el momento más importante de su vida. “Era mi liberación: un yo que actúa, no que se conforma”. Miguel hace una pausa. El viento corre y él se cierra su chaqueta negra, con capucha y el dibujo de una esvástica roja en la espalda.

“No sé cómo dieron las 12 pm. Me temblaba el cuerpo pero pude controlarlo. Saqué el bate y caminé hacia el parque”. La noche era fría, no había nadie cerca, aparte de los tres muchachos que estaban con Miguel. Pero ellos esperaron, mirando de lejos a Miguel. “Me acerqué a él, pero no se dio cuenta”. Nunca olvidará a ese hombre. Tendría unos 35 años. Vestía camisa celeste y pantalón habano. Cabello cano, alguna vez fue negro. Mestizo, panzón, pequeño.

“Para cuando me vio ya era muy tarde. Intentó gritar pero el primer golpe lo dejó en el piso sin aire. Entonces solo seguí. No pensaba en nada, no me fijaba en nada. Solo estaba ahí, golpeándolo”.


La noche estaba callada, solo se escuchaban las risas de sus tres amigos, la respiración agitada de Miguel, los golpes secos del bate, la sangre fluyendo. Los pinos hacían sombra sobre la escena, la luna se escondía entre las nubes. El viento soplaba. “Me pareció que estuve allí durante horas, pero fueron solo unos pocos minutos. El dolor de mis brazos me hizo parar. Y entonces lo vi. Vi su rostro lleno de sangre, en el suelo. Eso fue todo”.

Miguel decidió convertirse en un Skinhead un día a mediados de septiembre del 2006. Decidió dedicar su vida a “limpiar la sociedad, librarla de todos esos delincuentes, asesinos y abusivos. Ese del parque fue el primero. Era un violador conocido, pero como no había pruebas no lo detenían. Había violado a 10 niñas del sector del Beaterio, en el Sur. Por eso era justo. Porque alguien tenía que cortar la libertad de hacer daño que le dio un sistema corrupto, podrido”. Mientras habla, levanta las cejas, gesticula, mueve las manos. La capucha cubre su cabeza rapada.

“Somos la resistencia a conformarnos con decir que no podemos cambiar la realidad. Somos la demostración de que es la sociedad la que debe actuar por su propio beneficio”.

Son las seis de la tarde y pocas las personas pasan por el parque. Con la caída del sol, las sombras de los árboles crecen. Una señora ve hacia las canchas: observa a un grupo de jóvenes, entre 6 y 7, conversando.

Todos visten de negro. Todos llevan botas. Todos están sentados. Ella desvía la mirada y camina más rápido, en dirección opuesta a la cancha. La voz de Juan Pablo, amigo y compañero de Miguel, rompe el silencio incómodo. “Nos tienen miedo. Creen que somos delincuentes comunes. Pero no tienen idea,”. Su voz suena como el hacha al cortar madera: tajante.

En el cuarto de Juan Pablo las paredes están forradas de afiches en blanco y negro. Además hay una gigantografía en la cual se lee “somos la raza de la justicia que mata”, recortes de periódico en una cartelera – la mayoría referente a la coyuntura política del país – y un mapa de Quito. “Donde ves señales es donde hemos actuado”. Las señales eran cruces hechas con esferos de varios colores, repartidas por su superficie.

Frente al mapa hay un estante lleno de libros sobre historia universal, análisis sobre las guerras de la humanidad, dos o tres sobre el nazismo, un par de clásicos de literatura: El Conde de Montecristo, A Clockwise Orange, Justine....el resto son libros que tratan sobre la filosofía de los Skin. Tratados, filósofos que los inspiran y explicaciones del por qué con respecto a las acciones que han realizado. “La mayoría los saqué de internet y los imprimí. Otros los he comprado a amigos. Aquí está lo que en verdad somos”.

¿Pero qué son? “Somos Skins. Somos gente que sabemos actuar, no hablar. Dicen que la violencia es mala. Yo digo que el conformismo es peor. Hacemos lo que todos temen hacer: justicia”. Su mirada se fusiona entre la rabia y el orgullo. Miguel entra en la habitación. Son las 12 y 30 de la mañana del penúltimo miércoles de julio. “Este es el que me enseñó todo lo que sé. Él me hizo ser lo que tenía que ser: un justo”. Señala a Juan Pablo y ambos ríen, cómplices.

Hay una tela colgada en su clóset. “Ese lo hicimos nosotros, hace unos tres años”, dice Miguel. Mide tres por dos metros. La tela es negra y en el centro, con letras blancas y junto al dibujo de una pistola, se lee “Si quieres vivir bien, haz algo al respecto”.

“Nuestra existencia le preocupa al Gobierno, a la sociedad. Pero aún no entienden que no queremos popularidad, ni fama. Solo queremos lo que todos quieren: caminar tranquilos a la hora que sea, en el lugar que sea”. Miguel lo dice mientras mira la tela colgada. Entonces se acerca y la acaricia. “Esto es lo que hacemos y esto es lo que queremos. No puede estar más claro”.

Afirma que saben que los Skinheads son mal vistos. Ante los ojos de todos son considerados solo violencia y descontrol. Juan Pablo dice que muchos toman su nombre para sentirse rebeldes, para aplastar. “Los Skinheads no somos una moda, ni una rebeldía barata. Somos gente que tenemos un motivo, que hacemos algo frente a los que atacan. Somos un signo de pregunta que responde”.

Juan Pablo regresa a ver a Miguel. “Por eso nos mantenemos en la clandestinidad”, sigue Miguel, “los derechos humanos saltan en nuestra contra llamándonos abusivos pero ¿dónde estaban mientras un ladrón disparaba a un hombre que no quiso darle su auto? Esta no es una guerra de pandillas. Es una solución ante tantos vagos y cómodos que no dejan a mi ciudad vivir tranquila”. Miguel se apasiona, levanta la voz y sus ojos se vuelven amenazantes. Juan Pablo lo mira y asiente con su cabeza.

Los Skinheads en Quito
Juan Pablo explica que ellos no creen en la limpieza racial, no en un país multiétnico como el Ecuador. “Nada tenemos que ver con los que atacaron a la locutora de radio Luna – Cora Cadena – hace tres años. Tampoco tenemos nada ni a favor ni en contra del grupo Quituraymi – quienes luchan por la igualdad entre las tribus urbanas en el país. No somos, como otros, los perros de lucha del GAO (Grupo de Apoyo Operacional de la Policía Nacional). Solo somos ciudadanos ejerciendo lo que el Estado no hace: el derecho a sentirnos tranquilos, a defendernos de las plagas sociales. El resto es pura política y en eso no estamos interesados”.

Existen, desde el 2005, cerca de 23 denuncias particulares contra la violencia de estos grupos nacionalistas de ultraderecha. A éstas se suman diversas denuncias realizadas por organismos como la CONAIE, el Consejo Nacional de Niñez y Adolescencia, el Municipio Metropolitano de Quito y la Fundación QuituRaymi.

Andrés Vera, documentalista ecuatoriano, señala en su investigación sobre los Skinheads – realizada en marzo del 2007 – que son 7 las ciudades donde estos grupos se hacen presentes: Guayaquil (200 miembros), Quito (entre 50 y 70 miembros), Cuenca, Atuntaqui, Otavalo, Riobamba y Ambato. En total, suman cerca de 450 miembros del movimiento Skinhead en el país.

En Quito, y de acuerdo a una investigación realizada por el canal TC Televisión, los barrios de San Carlos, la Kennedy y el Norte de la Mariscal son las zonas controladas por los “cabezas rapadas”.

¿Quiénes son los Skinheads?
Los Skinheads nacen a mediados de la décado de los 60 como respuesta del proletariado contra el abuso laboral. Posteriormente, en 1969, los jóvenes se unen a estos grupos de resistencia como una respuesta contra la opulencia y lo que los grupos Skinhead llamaron una “falsa conciencia”. Esta “falsa conciencia” estaba simbolizada en el movimiento hippie. Pero los Skinheads creían que no bastaba con protestar contra la guerra, había que actuar contra las injusticias. Lo Skinheads como tales, se dividieron en tres grandes ramas de acuerdo al objetivo final de sus luchas: los Neonazis (divididos entre las brigadas de limpieza racial que creen en la supremacía de la raza aria y los grupos que luchan contra las amenazas y debilidades sociales: prostitutas, drogadictos, mendigos, gays, delincuentes), los Rash (luchan contra el sistema capitalista para defender la ideología comunista) y los Lemonheads (utilizan la música como el arma para concientizar a las masas). Los tres comparten no solo su nacimiento, sino también su meta final: cambiar la sociedad, corrompida por el sistema actual.

Edilma Caipe tiene nostalgia por Samuel

Por Catherine Cruz

“Hago artesanías desde hace un año y me llamo Edilma Caipe”. Es lo primero que dice. La gente pasa y la ve. “Esos adornos para celular cuestan un dólar, y esas pulseras cuestan dos”. Ella vende sus artesanías sobre la acera derecha de la avenida Atahualpa, cerca de la Universidad Técnica Equinoccial (UTE), en el norte de la capital.

A veces lo hace sola, y otras en compañía de su hija o de un amigo muy cercano. Sus productos están expuestos en la calle sobre una tela negra de dos metros por uno. Cada día los saca y los mete en su mochila café. “Eso es lo más molestoso, todos los días es lo mismo”. Tiene 37 años y vive en Quito desde hace diez. Es colombiana de nacimiento, pero no tiene acento.

Tiene visa de refugiada, al igual que otras 45.000 personas en el Ecuador, como asegura del Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados (ACNUR). Edilma la tramitó recién hace un año. Es pequeña de estatura, tiene cabello corto, sus ojos son redondos y expresivos, y sus manos chicas, muy hábiles. Usa una gorra deportiva, una cadena con un dije de calavera hecha de alambre, varios anillos en sus dedos y suecos negros. Nunca se separa de su canguro color beige.

Edilma dice que gana entre 120 y 200 dólares al mes. Casi la mitad de sus ganancias son destinadas a la compra de materiales para la fabricación de sus artesanías. El arriendo de su casa cuesta 60 dólares e incluye el pago de la luz y el agua. Lo que sobra, lo destina a la comida diaria y las necesidades suyas y de sus hijos. Edilma ha viajado por el país con su mochila llena de aretes, pulseras, adornos para celulares, anillos y llaveros de pepa de tagua, además de pequeñas motos, bicicletas, escorpiones, arañas y árboles, todos ellos fabricados con alambre.

Los autos pasan y el tiempo también. Son las 10h00 de la mañana del penúltimo jueves de julio y está tejiendo una más de sus coloridas pulseras. El smog de los carros que se parquean en la calle de ese lado, sea para ir al local del Banco del Pacífico o para dirigirse a la universidad, molesta a Edilma y los transeúntes que se ponen en cuclillas para ver sus productos. El sol por el momento no es un problema, Edilma encontró un pequeño árbol cuya sombra la protege de sus rayos, y junto a él se sienta todos los días de 9h00 a 1h30.Con cada recuerdo sonríe. Su mirada expresa tranquilidad. “Tengo dos hijos; Leslie Valeria y Luis David.” Leslie Valeria tiene 12 años y Luis David tiene 14. “Ella quiere ser doctora, ojalá mi Diosito la ayude”.

Viven en San Antonio, cerca del monumento a la Mitad del Mundo, ubicado al norte de la cuidad de Quito. Su casa tiene una habitación donde hay una cama matrimonial y dos literas. También hay otra habitación amplia donde funciona la cocina. El baño lo comparte con la familia de su hermano Jimmy. Tiene una mesa de plástico cubierta con un mantel blanco y cuatro individuales. Para cocinar sus alimentos utiliza una cocineta blanca de cuatro hornillas. “Sólo compro lo que necesito, si es azúcar compro azúcar, y así.”

En Colombia, Edilma tenía un trabajo fijo y estable. Era dueña de una pequeña tienda de las tantas que había en el sector donde vivía. Era un pueblo llamado Elencano, en Pasto. A dos horas de Ipiales. Elencano es parte del departamento de Nariño. Tiene una laguna y es un lugar turístico. “A veces había mucho trabajo, pero no siempre era así”, comenta mientras muestra las fotos de Elencano.

En Elencano, toda su familia estaba con ella; sus padres, sus hermanos y hermanas. Ahora en Quito, han vuelto a reunirse. Comenzaron a llegar desde hace un año. Ahora, viven todos más cerca.

Cuando su madre y su padre llegaron, recibieron ayuda del ACNUR. Esperanza Miramag, su madre, recibió tres colchonetas, cobijas, toallas, implementos de aseo personal y una cocineta.
En Colombia, Edilma estuvo casada. “Era un borracho. Se llama Miller Quispe”. Con él tuvo dos hijos. Un día su esposo le robó el dinero que ella tenía en la tienda, así que Edilma decidió mandarlo de su casa y mantener a sus hijos. “Llegaba borracho pero nunca me pudo pegar, yo salía corriendo. Él sólo me insultaba”.

Además de atender en la tienda empezó a trabajar en un restaurante en Pasto. Salía por la mañana y regresaba a casa por la noche. Sus hijos se quedaban con su mamá. Pero el restaurante cerró. “Estaba muy endeudada”.

Un día, las FARC llegaron a Elencano. “Mi pueblo era sano. Yo salí por sus amenazas. Ellos solían insultar a las personas del lugar. Nos preguntaban qué pensábamos de la guerrilla o de los militares. Uno tenía que saber qué les iba a responder”. Recuerda que los guerrilleros salían por las noches, y era ahí cuando vestían sus trajes de tela camuflaje. “Usaban una pañoleta roja en el brazo derecho.”

Al mismo tiempo, se instalaron en el pueblo bases militares. Los guerrilleros prohibieron a Edilma y a otros dueños de las tiendas que vendieran sus productos a los militares. Ella no se amedrentó y desobedeció las órdenes de los guerrilleros. Edilma contaba con el apoyo y la protección de los militares. “Por eso la guerrilla no nos molestaba. En la noche los militares hacían guardia en la puerta de nuestra casa.”

Pero no pasó mucho tiempo hasta que los guerrilleros le enviaron una carta con una lista de nombres. La carta fue el tercer aviso enviado por las FARC a la junta parroquial del pueblo para obligar a los ciudadanos a que dejaran de brindar servicios a los militares. En esta forzaban a los ciudadanos a que se presentaran frente a esta organización. La carta fue justificada como una "carta por desobediencia".

“A la tercera advertencia la gente sería asesinada. Así que la carta era una advertencia de muerte”, afirma.

Ella y su familia vivieron de cerca la muerte. Hubo tres asesinatos. Uno fue el del suegro de su primo, Victoriano Piscal. Otro fue el cometido contra el secretario del corregimiento, Hugo Vallejo. Y el tercero fue contra el gobernador del cabildo, Segundo Benavides, quien murió de tres balazos por no obedecer a la guerrilla.

Una vecina en Colombia le avisó a Edilma que un restaurante en Ecuador necesitaba de una mesera. Ella viajó al Ecuador en el 2000 y llegó al restaurante "Paraíso del pescador", ubicado en la carretera que une a Mindo con Quito. Edilma siempre se dedicó a este oficio. Cuando llegó, Edilma dice que no tenía absolutamente nada a excepción de la ropa que traía. “Ahí me dieron la comida y el hospedaje”.

Luego de trabajar como mesera en otro restaurante, esta vez de Mindo, decidió regresar a su país. Para el momento, había permanecido en el Ecuador por ocho meses. Ella sentía que no podía dejar a sus hijos solos en su país. Allá en Colombia, se quedó por un mes, el tiempo de vacaciones que le daba su trabajo.

No obstante, regresó sola al Ecuador, sin sus hijos. Ellos se quedaron otra vez con su abuela. Seis años más tarde, únicamente su pequeña hija, Leslie Valeria, pudo venir a Quito y acompañar a su madre. En ese momento Luis David no quiso hacerlo. “Para él fue muy duro dejar sus amigos, sus amigas y comenzar todo de cero.” Su hijo vive con ella desde hace un año. Trabaja en la misma carpintería donde trabaja su tío Jimmy. Estudiará el siguiente año escolar.

Su relación no es muy cercana. Ella no sabe cómo tratarlo. “Imagínese, no le he visto en tanto tiempo. No sé qué le gusta. Él no quiere quedarse aquí, se quiere ir, y me contaron que allá tiene una novia”.

En Ecuador, Edilma conoció en un bus al ecuatoriano Samuel Morocho. Leslie Valeria fue reconocida por Samuel hace tres años y lleva su apellido. Según Edilma, Samuel la ha tratado como su propia hija. Cuenta que él asume los gastos que genera Leslie Valeria, asiste a las reuniones de padres de familia que se organizan en su escuela, la consiente y mima.

Samuel estudia periodismo en la Universidad Central. Le falta un año para graduarse y es cristiano. Fue él quien le enseñó a Edilma a realizar artesanías y amar lo que hace.

Samuel y Edilma eran pareja. Su relación terminó porque una ex novia de Samuel regresó de España hace un mes. “Tal parece que Samuel piensa que podría darse otra oportunidad con esta mujer. Han pasado quince días. No me contesta las llamadas ni responde los mensajes”.

La madre de Samuel, Martha, a la que Edilma llama la abuela de su hija, recibe a Leslie Valeria durante las vacaciones.

Antes, los tres juntos solían salir a pasear, como una familia. Ahora, Edilma está preocupada y triste porque no sabe qué va a pasar con su hija. No quiere que pierda un padre dos veces. Dice que siente celos pero afirma que indudablemente le preocupa mucho más su hija.

“Él me cambió la vida. Me enseñó muchas cosas. Mi familia toma mucho, él me enseñó que ese no es un buen ejemplo para los hijos. No somos los culpables de lo que hacemos. Son nuestros padres quienes nos hacen lo que somos y nos dan el ejemplo. Yo quiero que mis hijos tengan un buen ejemplo, una bonita vida, que no crezcan con traumas o resentimiento”.

Edilma considera que Samuel ha marcado una diferencia en la manera en cómo ella ve ahora la vida. Sobre su tela negra se exponen árboles hechos con alambre de cobre. Con este material Samuel hizo motos y bicicletas. Mientras conversa muestra cómo se mueven las llantas de los juguetes. “Bueno si se va con ella, sólo espero que me enseñe a hacer las bicicletas y las motos, porque los árboles ya sé”, comenta riéndose.

El hombre que se convirtió en su propio jefe

María José Vargas

“Cuando tengo ganas de ir al baño debo caminar 10 minutos hasta llegar al parque La Carolina. Durante ese tiempo me toca abandonar el puesto y muchas veces pierdo dinero”, dice Lucio Cárdenas, cuidador de carros en la avenida República del Salvador.

En esta calle existen otras 10 personas que cuidan autos. Él es el más antiguo. Trabaja desde hace 14 años en este lugar donde hay edificios que tienen más de 14 pisos y los ejecutivos caminan de un lado a otro con BlackBerry y laptop en mano.

Hace una década la avenida era residencial. Estaba poblada de casas y había tres o cuatro edificios de oficinas. Ahora solo quedan cuatro casas en toda la cuadra. Se convirtió en una zona comercial.

Cárdenas tiene 72 años y nació en Loja. Salió de su ciudad en los años 70. “La sequía que duró 20 años nos dejó sin nada que comer. Nos moríamos de hambre”. Por eso, migró a Guayaquil en busca de dinero para su familia. Permaneció allí durante nueve meses. “No me acostumbré por el peligro y el calor de la ciudad”.

Llegó a Quito en 1972 y trabajó en una lubricadora, ubicada en la calle Mariana de Jesús, durante 10 años. Lavaba carros, cambiaba aceites, filtros y hacía mantenimiento de autos. Su esposa Pastora Girón Herrera y sus cuatro hijos: Víctor Hugo, José Rubén, Fidelicia y María Elena llegaron a la capital después de tres años de que Cárdenas migró.

Después viajó al Oriente, cuando tenía 42 años. Allí trabajó seis años sembrando café. Se cansó y regresó a la capital. Ahora cuida carros y eligió la República del Salvador, “porque no había quién cuide los autos”, dice Cárdenas.

El primer día de trabajo se sintió liberado por no tener un jefe. “Yo elegí el lugar, el horario y las condiciones en las que quería trabajar”, comenta Cárdenas.

Cárdenas viste pantalón de tela color gris que están manchado por la tierra. En la avenida República del Salvador se edifican construcciones. El viento levanta el polvo. Además, se cubre con sacos de lana de colores oscuros y una gorra que le tapa del sol y la lluvia.

Todos los días, antes de ir al trabajo, su esposa Pastora le prepara arroz con verde y huevo en el desayuno. Se despierta a las 05:00 y sale de su casa una hora después. Su vivienda está ubicada en el barrio La Lucha de Los Pobres, en el sur Oriente de Quito. Es una de las zonas más pobres de la ciudad. Las calles son de tierra, hay terrenos botados que están llenos de basura, perros callejeros y las casas están a medio terminar. Casi todas están sin pintar.

Al entrar a su cuarto, la refrigeradora impide que la puerta se abra completamente. Allí hay una mesa para cinco personas ubicada junto a la pared, al frente está la cocina, seguida del lavabo y un pequeño mesón de baldosa. Las ollas y utensilios de cocina están a la vista. Las cortinas de tela están sostenidas por un alambre que está atrancado con la puerta. Una cortina es la puerta del dormitorio donde está la cama y un aparador con cajones que no se pueden cerrar por el uso y por la cantidad de cosas que hay adentro. Al salir le da un beso a su esposa quien, sentada en una silla de madera, con las patas apolilladas y casi despegadas, se apoya en la mesa y saca una pastilla de un frasco de Calcibon.

“Es triste verle a mi esposo trabajar tanto y ganar tan poco. Por lo menos me trae unos pocos dolaritos para comprar huevos, verde y a veces un poco de carne”, dice Pastora. El único dinero que reciben es por el trabajo de Cárdenas. Su esposa nunca fue afiliada por lo que no recibe ni jubilación ni el Bono de Desarrollo Humano. “Deja USD 4 para comprar algo, a veces no logra reunir eso en el día y nos quedamos sin comer”, afirma.

Además de trabajar recibe mensualmente USD 20 porque arrienda un cuarto. Cárdenas no recibe el bono de desarrollo humano “ni recibiré la jubilación porque nunca fui afiliado al Seguro Social. Espero que cuando deje de trabajar, mis hijos me puedan dar para la comida, pero trabajaré hasta que ya no pueda más”, afirma.

Llega todos los días a las 07:15 a la Avenida República del Salvador y recoge sus cosas del edificio Rosanía. Un balde color blanco y una tabla de madera le sirve como asiento. La vereda en la que se ubica está llena de piedras, arena y raíces de los árboles que aparecen entre la tierra. Esto dificulta para Cárdenas pueda colocar su balde.

‘Don Lucio’, como le dicen sus conocidos, también tiene un pito negro. Lo usa para guiar a los choferes a que se estacionen en la avenida. Mientras se cubre del sol observa que un carro gris va a salir, él corre mientras pita para que el conductor no se vaya sin antes recibir unas monedas.

“El señor es muy amable, dejo que cuide mi carro porque trabajo por aquí. Nunca me ha dicho cuánto desea que le pague. No dice la tarifa, él recibe lo que le dé la gente”, dice Bolívar Granda. También, Juan José Paz y Miño, visita a su compañera de universidad en el edificio Rosanía y afirma que Don Lucio es muy amable. “Me abre la puerta del carro. Nunca he tenido problema con dejarle aquí y por eso le pago un dólar cada vez que vengo”.

“Por carro recibo entre 0.20 ctvs. a 0.25 centavos de dólar, muy rara es la persona que me deje 0.50 centavos de dólar o 1 dólar”. En la tarde gano más dinero que en la mañana”. A diario reúne USD 6.00. Compra almuerzos que valen 1,50 dólares, “pero no siempre alcanzo a reunir eso en la mañana por lo que muchas veces me quedo sin comer”, cometa Cárdenas.

Corre con dificultad. Desde hace tres años tiene problemas con su rodilla, cree que el hueso está desgastado. Su rodilla tiene una mancha verde, cuenta que en la tarde el dolor es intenso y casi no puede asentar el pie, por lo que le toca arrastrar. Los doctores no le especifican qué tiene y solo toma pastillas cuando siente mucho dolor. Por las 20 pastillas paga USD 3.00.

Desde los primeros días de agosto el Municipio cobrará por los estacionamientos. Señala que con esta disposición le permitirá obtener el carnet para poder cobrar la tarifa impuesta: 0.40 la hora. “Espero que las cosas cambien y la gente pague por el servicio que se le da. Además evitaré peleas con los conductores que no quieren pagar. Ahora seré un empleado del Municipio y espero que las cosas cambien”.

"No alcanza con soñar, hay que construir"











Vendedores informales, artistas de semáforo y canilleros compartieron las calles de Quito y Guayaquil con jóvenes universitarios, miembros de la organización Un Techo Para Mi País (UTPMP).

Por Maricarmen Sevilla

Durante el año lectivo Estefanía Albornoz se levanta antes de las 07h00 para acudir a estudiar psicología en la Universidad San Francisco. Momentáneamente está de vacaciones, sin embargo, el viernes pasado, se despertó a las 06h00, pues fue un día “especial” para ella y la organización Un Techo Para Mi País (UTPMP).

A las 06h30 inició, en quito y Guayaquil, una coleta organizada por UTPMP para construir, en este año, 1000 viviendas de emergencia. La meta del “frente de jóvenes universitarios, por un país más justo”, como los llama Paula Espinosa, una voluntaria permanente, era recolectar al menos $150 000 dólares. Este año suman 2000 los jóvenes participantes o “puntitos”; en junio del año pasado, con menos de 1000 voluntarios se obtuvieron $94 000 dólares.

Con afán, por no llegar tarde a la colecta, la chica ambateña se vistió rápidamente con un jean un top turquesa y, por comodidad, zapatos converse azules. Untó bloqueador sobre su tez blanca, pues aunque hacía el cielo estaba cubierto de pocas nubes. Así salió de su casa, sin peinarse, ni desayunar, en dirección a la Av. Eloy Alfaro y Granados.

Llegó se reunió con 8 chicas más, con las que tenía que compartir la cuadra asignada. La “jefa de punto”, encargada de organizar a las otras chicas y mantener en orden su puesto era Paula Rodas, quien inmediatamente les repartió chalecos blancos con letras azules, que les identificarían. Además les dio implementos divertidos de “hora-loca” y les recordó: “siempre sonreirán y agradezcan a todos”.

Así lo hizo Estefi, sobre sus rizos castaños se amarró una banda de plumas fucsia y con una gran sonrisa en la cara iba de ventana en ventana:

-Buenos días sr. ¿Le gustaría colaborar con Un Techo Para Mi País?, decía cortésmente
-Claro. (Introduce la moneda en la alcancía azul, en forma de casa, que sostiene Estefi con la mano derecha).
-Muchísimas gracias, que pase bien. (Responde la joven y le entrega un adhesivo con el logo de la organización que dice, en mayúsculas, “yo construyo”)

Pasaron tres horas, la hora pico de la mañana estaba por acabarse y la joven siente que le está yendo bien. “Ya hasta me duele el brazo, la alcancía pesa”, comenta mientras el semáforo está en verde. La luz roja se enciende y ya no es la única en la cuadra. También Rebeca vende chifles y aguas; Clever limpia parabrisas; el “peruano”, como le llaman los demás, vende frunas, Walter ofrece bonais y así la cuadra ahora está llena de vendedores ambulantes. El peruano ya sabía que iban a estar chicos de UTPMP en la calle, lo vio en la tele, “pero si sabía que iban a ser niñas tan bonitas venía perfumado”, agregó señalando a Estefi.

A las 11h30 llegó en una camioneta Sofía Serrano, otra voluntaria, para vaciar las alcancías de todos y llevar el dinero al Produbanco en donde fue contabilizado. Entonces, ya con su casita liviana la ambateña siguió pidiendo aportes a los autos, pero cada semáforo reducían las cantidades. “Todos dicen que ya dieron”, afirmó con el seño fruncido.

De repente, de un bus turístico una señora inglesa de pelo rubio, corto, de más de 50 años, gritó “hey, hey”. Albornoz corrió a ver y recibió $5 dólares, su sonrisa era más grande que cuando empezó el día. En ese instante ella gritaba “Yei, yei, me dieron 5”. Pero más tarde se llevó una sorpresa mayor. Mientras explicaba a una señora en un carro negro, qué se iba a hacer con las donaciones, sintió que alguien tenía dificultad para introducir dinero en el cepo. Regresó a ver y “los ojos casi se me salen”, comentó luego. Era un chico alto, quizá de unos 28 años, vestido de negro, que intentaba meter $15 dólares por la ranura.

Consecuentemente, Estefi satisfecha de lo obtenido hasta el momento, decidió ir a comer. Ya tenía hambre, además estaba tentada por grandes vallas de McDonals ubicadas en la parada del bus.

Regresó a su puesto de colecta una hora después, a las 15h00. En cada luz roja apenas recogía uno o dos dólares. Entonces Rebequita, la señora de los chifles le aconsejó que se suba a los buses. “Ahí la gente es generosa”, aseguró y le indicó a Estefi que debía subirse en la gasolinera (una cuadra antes) y bajarse en el semáforo. Confiando en la experiencia de Rebeca que ya trabaja 8 años en esa cuadra, la chica se subió a 3 unidades y recibió $ 9 dólares en total.

El resto de la tarde la recaudación fue poca, pero Estefi no se desanimó. El miércoles acudió junto a otros 26 voluntarios a una reunión de capacitación en donde Sofía Serrano, además de muchos consejos, yales dijo que en la tarde van a disminuir las donaciones. Otras 9 reuniones se hicieron previamente con otros voluntarios en la calle Italia, a media cuadra de la Eloy Alfaro, donde una puerta negra da la bienvenida a las oficinas de UTPMP en Quito.

Allí 126 voluntarios trabajan constantemente cumplir con los objetivos de la fundación. Un departamento de tres cuartos pintados de blanco, adornados con fotos de las campañas y con carteles de frases inspiradoras como “No nos alcanza con levantarnos a soñar un país más justo, nos levantamos a construirlo”, es el lugar de trabajo y reunión. Ahí se han planificado todos los proyectos desde el 2008 que la organización llegó al Ecuador. Otros 15 países forman parte de UTPMP.

A las 17h30 la jornada de Estefi y de los demás culminó y todos se dirigieron al colegio Benalcazar para esperar el resultado final y festejar por la recaudación que llegó a un monto de $372 977. La próxima construcción será del 11 al 15 de agosto, en Simeatug, Bolívar. Se construirán 170 viviendas, las cuales se suman a las más de 400 construidas este año. Estefi, sumamente contenta con su trabajo y el de todo “el frente de jóvenes” espera que así como se duplico el monto de dinero, “se multipliquen las construcciones”. Por eso invitó a “que se unan a la iniciativa y se den cuenta lo necesario que es ayudar a la gente pobre”.